El soldado Cheikh Li Ortega se acurrucó en el cráter humeante sujetando con fuerza su fusil de agujas mientras se concentraba en respirar más lentamente, tal y como le habían enseñado. A su alrededor atronaban el aire los estampidos de las granadas de plasma, seguidos del sonoro crujido de árboles partiéndose y desplomándose contra la tierra húmeda. En el visor táctico los continuos fogonazos y el baile de información tampoco auguraban nada bueno. Su pelotón se había encontrado con una bolsa de resistencia inesperada y los triángulos azules que indicaban a sus compañeros, cien metros más allá, pasaban rápidamente del amarillo al rojo a medida que eran diezmados por el enemigo. Habían perdido los sensores remotos y no tenía ni audio ni vídeo del combate.
Aprovechó una pausa en el bombardeo para levantarse y correr hacia el sonido de disparos. La armadura cerámica pesaba y le oprimía el pecho, pero olvidó los latidos de su corazón y apretó el paso. Rápido e impredecible, le había dicho el sargento. Armó el rifle, que se iluminó en verde con un zumbido y cargó a través del humo. Siluetas serpentinas de varios metros de alto se alzaron frente a él, siseando. Disparó al bulto y rodó hacia un lado dejando el dedo sobre el gatillo. Una ráfaga de dardos de tungsteno voló hacia las criaturas, arrancándoles un quejido ronco. Rodó de nuevo y gateó tras un montón de escombros. Los restos del pelotón 157 se refugiaban tras unas ruinas que no estaban en el mapa táctico. Se arrastraba sobre un charco de sangre, demasiada sangre. Los nativos estaban clasificados como animales, sin armamento, sin capacidad de respuesta, sin posibilidades frente a una tropa entrenada, o al menos eso decía el informe que les habían pasado. Tendría más que palabras con el oficial de Inteligencia cuando saliese de aquella maldita jungla.
Continuará…